La pandemia del coronavirus ha sacado a la luz algo que parecía haber olvidado nuestra sociedad: cada vida humana importa, es única. Que se lo pregunten a los sanitarios que recibían a un enfermo en el hospital, muy grave, que les decía: “Hagan algo por mí”. Inexplicablemente, cuando la pandemia arreciaba en nuestro país y se llevaba a nuestros mayores a la tumba, se aprobaba un proyecto de ley que, según dice, promete una buena muerte: la eutanasia.
¿Qué es una buena muerte? Sin duda, una buena muerte no es aquella en la cual me desconectan de una máquina. Una buena muerte no es aquella que me provoco yo, ni una muerte que consienten mis familiares. Una buena muerte es aquella en la que soy consciente del paso tan importante que voy a dar: ¡el más importante! Es aquella en la que soy consciente de todo lo vivido, de lo bueno y lo malo, y procuro arreglar esto último. Una buena muerte es aquella en la que cuido y soy cuidado. Cuido de mis familiares, sí, desde mi enfermedad, y les ayudo a afrontar la vida de una manera esperanzada, distinta. Soy cuidado también por ellos, reconocido, amado por lo que soy, una persona.
Ojalá caigamos en la cuenta de lo importante que es la vida de cada ser humano, de que es “única e inalienable”, en palabras del Papa Francisco, “porque ha sido creada a imagen de Dios”, fundamento de toda la vida social. En la cultura moderna, “la referencia más cercana al principio de la dignidad inalienable de la persona es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos no son solo individuales, sino también sociales, de los pueblos y de las naciones”.
La eutanasia no es una “buena muerte”, como nos indica su propio nombre, es un término equívoco: es, en definitiva, la supresión de la dignidad de la vida humana. Miremos a nuestro alrededor, salgamos de verdad distintos de esta pandemia. ¡Te cuido! ¿Cuidas de mí?
Daniel Navarro Berrios